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Límites peligrosos: El riesgoso camino de avalar la violencia en democracia

12 Noviembre 2020

Porque con la legitimidad que le han dado todos nuestros actores políticos, no se ha hecho otra cosa que dinamitar a la democracia en su esencia misma, esencia que no es otra que el consenso pacífico de diversas ideas encaminadas al logro del bien común.

Nancy Santana >
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Desde el 18 de octubre del año pasado como país hemos vivido un verdadero terremoto que ha puesto de cabeza, no sólo a nuestras instituciones, sino que a nosotros como personas, pero… ¿Por qué sucede tan fácilmente este tipo de terremoto en un Chile progresista?

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La respuesta parece casi obvia para quienes hemos nacido en la transición a la democracia: La desigualdad. Esa que estaba subsumida en múltiples tarjetas de créditos que hacían que Chile se viera bonito. Que hacía que los pobres, esos que viven con un poco más de 500 mil pesos mensuales pudieran inflar su sueldo sobre el millón y adquirieran bienes y servicios impensados antes del año 90. Tristemente, Chile venía teniendo esta enfermedad silenciosa; esa que se ve, se siente, pero no se reconoce, ni menos se trata.

Nadie lo imaginaba escuche decir a muchos durante los primeros días, e incluso ahora cuando reflexionan sobre el estallido social, pero en realidad todos sabían, y reconozcámoslo ignorábamos, me incluyo, porque siempre es más fácil hacer eso que ocuparse y preocuparse del problema de verdad.

Tal vez lo que no se vio venir era la fractura que originaría esta desigualdad entre dos generaciones: Esa que aguantaba incólume todo lo que ocurría en sus narices y que seguía trabajando, cotizando, haciendo filas, pagando, tomándose propiedades, etc. y la otra que miraba como la primera no hacía nada por mejorar su situación. Esa a la que se le daba el iPhone pagado en 36 cuotas, o el iPad en 48 cuotas, o el título universitario a punta de CAE o crédito CORFO; esa que probablemente era, es o será la primera generación universitaria de su familia, endeudada y muchas veces sin trabajo estable. Esa misma que dijo NO MÁS y que lo expresaron saltándose un inocente torniquete de metro. Esa que lamentablemente, fue la que pavimentó el peligroso camino de la violencia.

Nadie podría pensar en negar que han sido 30 años de democracia desigual. Intentarlo sería más que una incongruencia, una soberana estupidez, pero también avalarla o reconocerla, es no solo a mi juicio, sino que, al juicio de cualquier buen demócrata, un peligroso camino sin retorno.

La violencia definitivamente es algo que en democracia no puede suceder y tristemente es algo que ha llegado, al parecer para instalarse en nuestro país, sin ánimo de irse. Según algunos está justificada por la desigualdad reinante durante treinta años, pero… ¿Por qué es tan peligroso este reconocimiento y legitimidad?

Porque con la legitimidad que le han dado todos nuestros actores políticos, no se ha hecho otra cosa que dinamitar a la democracia en su esencia misma, esencia que no es otra que el consenso pacífico de diversas ideas encaminadas al logro del bien común; y convengamos que reconocer que sin violencia no se iniciará ningún proceso de cambio es efectivamente retroceder hasta la edad de la piedra, donde yo más que aliviada porque la historia se repite en sí misma, me siento abierta y honestamente fracasada.

Porque la cuestión en juego no es menor, estamos hablando de la libertad. Si reconocemos de aquí para adelante que, sin violencia, no somos capaces de funcionar para lo que nos eligen: Llámense parlamentarios, jueces, presidentes, policías, y un largo etcétera, estamos contribuyendo a pavimentar un peligroso camino hacia la autotutela y con ella a la inevitable muerte de nuestras instituciones y nuestro Estado de derecho y consecuentemente, de nuestras libertades.

¿Quién detendrá a alguien que siente -cosa que sucede muy a menudo- que los tribunales de justicia no lo escuchan o no aplican la justicia que corresponde, de ir a quemar la Corte Suprema para que la cosa cambie?

Nadie. De hecho, podría incluso entenderse como una consecuencia lógica con la cual muchos creen legítimo expresarse y así como la desigualdad fue el síntoma, silenciosa pero latente, que provocó la crisis social que estamos viviendo ahora, no creo estar equivocada en aventurarme a decir que la violencia, será la metástasis que haga que nuestra república sucumba.

Esa que costó tantos años tener y que por cierto estoy segura que ninguno quiere perder, pero a la cual apostamos cada día que no condenamos irrestrictamente la violencia, sino que le damos matices y la validamos, en un afán de parecer menos “malos”, o “menos indolentes”.

Todo pacto social tiene delgadas líneas de fronteras, la democracia no es la excepción, por eso hoy necesita que todos y cada uno de nosotros, actores políticos y ciudadanos comunes la respaldemos y la cuidemos, solo así conservaremos un pacto social que nos respete a todos y que haga de nuestro país uno mejor.  No se puede mejorar algo que no existe, o que se pierda sumido en un caos donde finalmente no prime ni los intereses de unos pocos, ni los de la mayoría.

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