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Libertad, Igualdad y ¿Fraternidad?: La panacea que no alcanzamos

01 Octubre 2020

La pandemia, la recesión económica definitiva o quiebre planetario vino a colocar la lápida perentoria al modelo de sociedad triunfante en la Guerra Fría, que forzosamente se hizo funcional en países en vías de desarrollo.

Zamir Resk Facco >
authenticated user Corresponsal Corresponsal Invitado

Hace 31 años cayó el Muro de Berlín, simbolizando sus ruinas la reunificación de Alemania y el desplome del mundo bipolar. Comenzaría en adelante lo que la geopolítica llama “el momento unipolar” marcado por el triunfo político del “mundo libre” y su modelo global-capitalista (o por el fracaso del socialismo real liderado por la ex-Unión Soviética) que en términos de reorganización del tablero planetario inició con la Guerra del Golfo de 1990 y eclipsó con la quiebra de Lehmann Brothers en 2008 y su corolario: la crisis económica subprime.

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Once años después, revestida por la pandemia del COVID-19, la recesión económica definitiva o quiebre planetario vino a colocar la lápida perentoria al modelo de sociedad triunfante en la Guerra Fría, que forzosamente se hizo también funcional en países en vías de desarrollo, a partir de catalizadores como el Consenso de Washington y el equivalente de un Plan Marshall para Europa Oriental.

Pero el axioma de la libertad ocultaba también un dispositivo despótico, las guerras (o mejor dicho invasiones) en que se vieron envueltos Estados Unidos y los países de la OTAN durante todo lo que va del siglo XXI reflejan que el “mundo libre” (reducido al 14% de la población mundial que habita en los países desarrollados) está dispuesto a todo con tal de imponer su hegemonía sobre el resto del planeta, asegurarse el control de la matriz energética (petróleo y gas) y contener a los países revisionistas no occidentales (como China o Rusia) que objetan su liderazgo, en una correlación de fuerzas que está presionando a un nuevo clima de Guerra Fría.

Las disposiciones del cabal capitalismo reprodujeron igualmente la relación centroperiferia a nivel de los países, agudizando la brecha entre ricos y pobres y mermando a los últimos el poco resguardo estatal de antaño, al reducir el tamaño del Estado y de la administración pública, privatizando empresas estatales (sólidas fuentes de empleo y de ingreso económico a los países) y comprimiendo a estadios mínimos la calidad de la educación pública, de la sanidad y de la previsión social. He aquí la génesis de la aguda crítica social al modelo y de los más recientes estallidos sociales no sólo en países subdesarrollados como Argelia, Ecuador, Chile o Colombia sino en la propias mecas del capitalismo: Estados Unidos, Gran Bretaña (Brexit) o la Francia de los “chalecos amarillos”.

Es prudente pensar a estas alturas que no existen recetas fundamentales para germinar el ansiado desarrollo en las sociedades y así como el socialismo real terminó sucumbiendo hace 31 años, el credo del mundo libre (liberalismo, capitalismo o neoliberalismo) tocó su cénit hace más de diez, y continúa declinando irremisiblemente mientras las fuerzas hegemónicas y contra-hegemónicas del planeta convergen en una reformulación. De facto y a la vista de las incongruencias de la libertad liberal y del igualitarismo socialista, es preciso rechazar cualquier principio que se presente hacia el futuro como una nueva panacea, a menos que devenga en un equilibrio aristotélico como el expresado en el clásico y desgastado lema de la Revolución Francesa: “libertad, igualdad y fraternidad”. Contamos la experiencia de haber probado por si solos con la “libertad” y la “igualdad” y ambos modelos fracasaron, ya es hora de matizar con el tercer principio: la “fraternidad” y es sobre ella que precisamente trata la visión renovadora de las sociedades resilientes y ecocéntricas, fundadas en el bien común y procuradoras de prácticas del comercio justo y la economía solidaria: visión que recaba antecedentes en las relaciones humanas del pasado y en la relación respetuosa y sustentable de los pueblos originarios con el espacio natural.

El fundamentalismo de las ideas totalitarias es una cárcel que mata la emancipación del espíritu humano, tal como advirtieron hace más de 100 años el lúcido sociólogo alemán Max Weber y el escritor suizo Herman Hesse. Así como el socialismo real instauró la miseria material en muchas sociedades, el neoliberalismo indujo la miseria espiritual en otras tantas, miseria que también ha corroído a las instituciones, desde los gobiernos y las FF.AA. a las iglesias. “Equilibrio es virtud” señalaba Aristóteles; la libertad, la igualdad y la fraternidad –lamentablemente- pocas veces han corrido juntas por el mismo carril, pero en nuestra breve historia republicana existe al menos un arquetipo: la emblemática figura de Francisco Bilbao, síntesis de la vital triada.

Bilbao, enemigo acérrimo del autoritarismo y del orden portaliano, admirador y defensor a ultranza del pueblo mapuche, luchador por una sociedad plural e integrada, fue un ilustrado ciudadano chileno-francés de mediados del siglo XIX, que se trasmutó en máximo ícono del liberalismo y del socialismo utópico (fundó bajo estos principios la mítica: “Sociedad de la Igualdad” en 1850) y un alma fraterna y caritativa, que a consecuencia de una gesta heroica perdió la propia vida en 1865. Hoy que Chile está próximo a enfrentar un proceso constituyente de cara a un mundo convulsionado, no sobrevaluemos como principios rectores ni a la libertad ni a la igualdad sin sopesarlos con el importante y hasta ahora ausente componente de la fraternidad. “La fraternidad es el complemento del derecho y del deber, la corona de bendición que el eterno ha colocado sobre la frente de la humanidad”. Francisco Bilbao

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