Estampas populares: visiones del pueblo

17 Septiembre 2009
“Déjate de cosas, m’ijo. Si no te toman en cuenta. Eso de escribir es para gente adinerada”, le decía su madre a Nicomedes Guzmán, quien a puro ñeque se convirtió en uno de lo escritores más reconocidos de la generación del 38.
Daniel Carrillo... >
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“Quienes no tengan voluntad para mirar al pueblo chileno en sus gestos más simples, en sus actitudes menos trascendentes, en sus mínimas y muchas veces tiernas costumbres, en sus hábitos piadosos, y en su tradicional bondad, no podrán llegar a comprenderle”.
Con esta declaración de principios, Nicomedes Guzmán (segundo nombre y segundo apellido de Óscar Vásquez, hijo de un heladero) abre su crónica “Una viejecita”, una de las 67 que conforman la recopilación “Estampas populares de Chile”, publicada en 2007 por RIL Editores.
El libro recoge la pasión con que el escritor siguió el consejo que alguna vez le diera Manuel Rojas: “Mire la vida”, le sugirió el novelista tras revisar sus primeras obras en prosa, narraciones que cuajaron finalmente en cimas como “Los hombres oscuros” y “La sangre y la esperanza”.
Pero además de estas obras de “ficción” –no obstante mucho más reales que ficticias- Guzmán anduvo de norte a sur “mirando la vida” del pueblo, impresiones que plasmó a través de crónicas en diversos diarios, como “Las Noticias de Última Hora”, “La Tercera de la Hora”, “La Nación”, “El Siglo” y en el “Boletín de la Revista de Educación”.
Las que se recogen en “Estampas populares de Chile” van desde 1944 a 1959, periodo en el que Guzmán ya gozaba de reconocimiento como escritor proletario preocupado de temas como la injusticia social, la explotación y las difíciles condiciones de vida de la clase obrera.
Esos aspectos se traslucen claramente en estos textos, aunque lo que más resalta es la sensibilidad, la calidez y la poesía con que el autor retrata al mundo popular, con sus modos y costumbres tan propias que conforman a la larga el sustento de nuestra identidad nacional.
“Profesionales del esfuerzo, los cargadores no saben de cansancio. Y sudan, decimos. Su sudor, como escurriéndose de desbordantes e invisibles caños, se aprieta al rostro, lo pule, le da un grasoso brillo, abraza el cogote, busca los hombros y el pecho descubierto” (“Cargadores de la Vega”).
“Y más allá, en los solares, la chiquillería despliega también su existencia dieciochera en los colores de los volantines, las ñeclas y los chonchos. El cielo es amplio. Y contra su azul purísimo, las ansias infantiles se elevan en el oropel maravilloso de los papeles y los maderos volátiles. El tiempo se estremece al de las clavadas. Y el hilo curado hace sus estragos” (“El Dieciocho en el Parque Centenario”).
“…venían el organillero, y, con él, el bombo. Venían la música gangosa y el ampuloso trepidar del gran tambor a las espaldas de dos haraposos sujetos, dos hombres trashumantes de júbilo y alegría, portadores de regocijo, a trueque acaso de su propia tristeza, como los payasos de los circos proletarios o como algunos poetas del vino amargo” (“El organillero y el bombo”).
“En las inmóviles arterias de los edificios pulsa violentamente la misma sangre de los obreros que los alzaron” (“Hombres de la construcción”).
Junto con los tipos humanos, Guzmán también se detiene en la geografía y los paisajes, como en algunas páginas dedicadas a sus peregrinajes por el sur de Chile.
“Y entonces, se enfila hacia el descubrimiento de una veta de diamante rojo, florecida entre ríos: la ciudad de Valdivia. Luce ella, como una doncella nórdica recién ataviada para una fiesta, a más de parecer entrato (sic) diamantino. Muelles, lanchones, barcos. La Isla Teja es lo mismo que una corona vegetal flotando entre aguas” (Por las veredas de los vientos australes”).

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